sábado, 18 de octubre de 2014

La buena muerte

Soto sirenita

Esta mañana me levanté temprano y fui a la playa;
mientras esperaba sentado al amanecer
cogí un puñado de arena entre mis manos;
era suave y fina como la seda,
húmeda como la piel de un pez.

A lo lejos, lentamente, iba apareciendo
esa bola de fuego brillante que aún no quemaba,
como si estuviese cabalgando sobre las olas.

El agua resplandecía como el oro,
dejando ver una mezcla de colores
que nunca ningún pintor
podrá reflejar en sus cuadros.

Las velas de los barcos relucían
y las alas de los pájaros brillaban
en medio de esa especie de arco iris.

De pronto me quedé sorprendido.

Vi resurgir de las aguas del mar
un alto y esbelto cuerpo.
El aire ondeó sus cabellos
y las gaviotas se posaron en sus brazos.
Su vestido volaba al viento
queriendo desprenderse de su piel.

Caminó sobre el mar deslizándose
con una dulzura inimaginable.
Los delfines saltaban haciendo piruetas
para arrancar de sus manos una simple caricia.

No pude ver más,
los rayos del sol me deslumbraron
y su imagen se volvió borrosa.

Con los ojos casi cerrados diviso
su carita de ángel,
sus ojitos de niña,
su sonrisa inocente
que aún no ha había descubierto
lo malo de la vida,
su mirada penetrante
clavándose en mis pupilas.

Mientras, la arena se fue
escapando entre mis dedos,
y las olas llegaban hasta mí
mojando parte de mi ser.

Sentí cómo el agua
resbalaba por mis piernas
estando ya casi sumergidas;
pero no importó,
seguí mirándola,
y sintiendo el agua,
que era lo único que me unía a ella.

¡Cómo me gustaría ahogarme en sus profundidades
para estar a su lado!

Percibí cómo se zambullía dejando al descubierto
su hermosa cola, deslumbrante,
incomparable con cualquier especie
que habite en el mar.

Cada vez veía menos,
cerré mis ojos pesados
para recuperar la vista.
Al abrirlos no distinguí nada;
tan solo los barcos de antes
más lejos y pequeños,
pero nada más.

Me tumbé en la arena
y cerré los ojos de nuevo,
pensando en esa sensación anterior.

Sin saber porqué me quedé dormido.

Al poco tiempo sentí
que el agua alcanzaba mi cuerpo;
me desperté,
y vi a mi lado a esa mujer
que había visto danzando
al son de las olas.

De cerca era mucho más bonita,
su pelo rizado, rubio
y sus ojos azules.
Sus escamas parecían
perlas cosidas con hilos de oro
por sus amigos de las profundidades.

Aún conservaba el vestido blanco.

Me envolvió en él,
me tapó los ojos
con sus blanquecinas manos,
y con un beso de sus labios
me sumergió con ella hacia dentro.

No me importó no volver a ver
los árboles, las montañas,
las casas, las flores...
porque en su hermosura
podía contemplar toda la tierra junta.

Tampoco me importó perder
todo lo que la vida
me había dado hasta entonces,
porque lo que ahora había encontrado
era la misma vida pero:
con toda su plenitud,
con toda su paz,
con todo su gozo y
con todo su amor.

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